En la travesía de la vida, las puertas representan oportunidades de transición, puntos de decisión y, en ocasiones, desafíos. En el ámbito espiritual, la cruz se considera una de esas puertas; pero no es una puerta ordinaria. Es el umbral que nos invita a una existencia más profunda con Cristo, una senda que conduce al banquete de la vida eterna.
La cruz no es simplemente un símbolo de sufrimiento, sino un signo de esperanza y redención. Al igual que cualquier puerta, no estamos destinados a quedarnos frente a ella eternamente. En cambio, la cruz nos llama a pasar a través de ella, a abrazar el sacrificio y el amor abnegado que representa. Sólo al hacerlo, podemos entrar a la gran sala del banquete que promete la vida eterna con Cristo.
La invitación a pasar por esta puerta no es una que tomemos a la ligera. Requiere un abandono de nuestros miedos, una aceptación del sacrificio y una entrega total a la voluntad divina. “Vamos a Jerusalén a morir con Cristo, con María y como María”, es una invitación no solo a caminar hacia el malestar y el sacrificio, sino hacia la transformación y la verdadera vida.
Morir con Cristo significa renunciar a nuestras limitaciones humanas, nuestros egoísmos e intereses mundanos, para resucitar y vivir con él. En este contexto, «morir» no es el final, sino el principio de una existencia gloriosa. Al asumir nuestra propia cruz, seguimos los pasos de quienes han abrazado esta llamada antes que nosotros: un acto realizado con fe, esperanza y amor.
María, la madre de Jesús, ejemplificó esta entrega completa. Su «sí» a Dios es un modelo de fe y obediencia que ilumina nuestra propia caminata por la vida. Como María, estamos llamados a confiar en el plan divino, incluso cuando el camino parece oscuro y la cruz pesada.
Así, la cruz, en su esencia, se transforma en una puerta hacia una vida plena. No evitamos el sufrimiento ni tememos las pruebas, sino que las abrazamos como caminos hacia el crecimiento espiritual y la comunión eterna con Cristo.
A medida que continuamos nuestra peregrinación hacia la Jerusalén celestial, esto nos llama a recordar que cada dificultad y desafío no es más que una puerta. Con cada cruz que llevamos, nos acercamos más al banquete espiritual que nos espera, donde el sufrimiento se transforma en alegría y la muerte en vida eterna.
En conclusión, la cruz es más que un símbolo; es una invitación, un camino y una puerta hacia el destino eterno que Dios ha preparado para todos nosotros. Al abrazar esta realidad, damos un paso más cerca del banquete impresionante que nos espera en la comunión eterna con Cristo.