La gran amenaza cargada de sutilezas

La familia es un nido de perversiones.

Simone de Beauvoir

Si la revolución sexual no elimina la familia, la explotación de la mujer no habrá terminado.

Shulamith Firestone

¿Qué significa ser mujer? ¿Debería significar lo mismo para todas las mujeres? ¿Es correcta la respuesta que ofrece el feminismo? ¿Hay una sola respuesta y un solo feminismo? Para apreciar la complejidad de estas preguntas basta con intentar responderlas. O con leer, por ejemplo, lo que escribe Julián Marías en su ensayo La mujer en el siglo XX. Triunfa la anticoncepción En vida de Freud, la pretensión del primer feminismo, liderado por las sufragistas, radicaba la equiparación de derechos entre el varón y la mujer. Pero a los derechos siguieron las funciones y el feminismo comenzó a exigir la eliminación del tradicional reparto de papeles, juzgado como arbitrario.

Así se radicalizó el segundo feminismo, rechazando la maternidad, el matrimonio y la familia como si fueran formas de esclavitud del varón sobre la mujer. En el origen de esta radicalización encontramos El segundo sexo, un revolucionario ensayo de Simone de Beauvoir publicado en 1949. La autora introduce la confrontación marxista en las relaciones de pareja y previene contra “la trampa de la maternidad”, anima a la mujer a liberarse de las “ataduras de su naturaleza” y recomienda el aborto, el divorcio y toda la gama de relaciones sexuales. Estas ideas triunfaron en el París del 68 y se extendieron por los campus europeos y norteamericanos, con el poderoso catalizador de la píldora anticonceptiva. En los años sesenta, la legalización de la píldora desató la tentación colectiva más fuerte que la humanidad ha conocido: la posibilidad de sexo libre, sin restricción alguna. Se trataba de una revolución inédita en la Historia. Gandhi, uno de los grandes referentes morales del siglo XX, intuyó lo que podía sobrevenir: Es probable que el amplio uso de esos métodos lleve a la disolución del vínculo matrimonial y al amor libre. Es ingenuo creer que el uso de anticonceptivos se limitará meramente a regular la descendencia.

Solo hay esperanza de una vida decente mientras el acto sexual esté claramente abierto a la transmisión de la vida. Más explicito que Gandhi, el papa Pablo VI, en 1968, en la encíclica Humanae Vitae, juzgó la contracepción artificial como gravemente inmoral, y pronosticó consecuencias muy negativas: Camino fácil y amplio a la infidelidad conyugal. Multiplicación de divorcios y abortos. Los jóvenes serán especialmente vulnerables vulnerables a la inmoralidad sexual. El varón, al habituarse al uso de prácticas anticonceptivas, podría perder el respeto a la mujer, hasta verla como un simple instrumento de placer egoísta. La anticoncepción podría ser un arma peligrosa en manos de autoridades públicas. La publicación de la Humanae Vitae no salió gratis. Desde entonces, el ataque a la moral sexual de la Iglesia católica ha sido constante. Por eso resulta sumamente instructivo saber a quién han dado la razón los hechos posteriores. A favor de los anticonceptivos se argumentó que acabarían con el aborto. Parecía una consecuencia lógica, pero los datos demuestran de forma abrumadora que sucedió lo contrario: los abortos y los nacimientos extramatrimoniales se dispararon al mismo tiempo. ¿Por qué falló esa lógica?

En primer lugar, los anticonceptivos disminuyen la sensación de riesgo. Eso favorece encuentros sexuales que no se producirían en otro caso y ocasiona embarazos cuando la mujer ni está ni se siente preparada. En segundo lugar –como ha explicado Mary Eberstadt–, si el embarazo se convierte en una opción para la madre, el matrimonio se va a convertir en una opción para el padre. La píldora traslada injustamente la responsabilidad del embarazo a la mujer, y cuando queda involuntariamente embarazada, facilita que el varón se desentienda irresponsablemente. La anticoncepción redujo drásticamente los incentivos que tenía el hombre para casarse (también para casarse con su novia embarazada). En tercer lugar, si la anticoncepción “liberó” de responsabilidad al varón, también “liberó” al legislador y al juez, pues del supuesto derecho a la anticoncepción se dedujo que existía un derecho al aborto. Se afirmó y se afirma que la anticoncepción hace a las mujeres más libres y más felices. Quizá por eso fundaciones filantrópicas dedican importantes donaciones a difundir el control de la natalidad entre los africanos. Pero no todas las mujeres africanas lo ven así. La nigeriana Obianuju Ekeocha, en carta abierta a Melinda Gates, le decía: “Veo que estos 4.600 millones de dólares van a traernos desgracias: maridos infieles, calles sin el alboroto inocente de los niños y una vejez sin el tierno y cariñoso cuidado de nuestros hijos”.

La posibilidad de una ancianidad desatendida es una realidad lacerante en Occidente. Del miedo a una inverosímil superpoblación se ha pasado a una real y creciente epidemia de soledad. Cada vez son más frecuentes las noticias de ancianos solitarios que fallecen sin que nadie lo advierta, hasta que sus vecinos llaman a la policía porque perciben un desagradable olor… Numerosas publicaciones especializadas señalan que la causa principal de este fenómeno es “la ruptura familiar”, especialmente el divorcio. En Suecia, después de mayo del 68, sucesivos Gobiernos se empeñaron en un proyecto de ingeniería social con un objetivo claro: hacer del individualismo la máxima aspiración de los suecos, el criterio de su realización personal. Medio siglo más tarde, un durísimo documental de 2015, La teoría sueca del amor, explica perfectamente ese proyecto y su fracaso. Las actuales feministas tampoco parecen más felices que sus abuelas, a juzgar por sus constantes lamentaciones. Hay que reconocer que no les faltan motivos.

La violencia contra la mujer –tanto implícita como explícita– satura los videojuegos y, por supuesto, la pornografía. La alegría y la libertad también escasean en ciertas realidades pospíldora, como los escándalos sexuales en Hollywood, que dieron lugar al movimiento #MeToo. Se diría que la revolución sexual, en lugar de la liberación prometida, dio carta blanca a la depredación. Francis Fukuyama coincide con la Humanae vitae cuando escribe que “la revolución sexual sirvió a los intereses del hombre”, afirmación que hoy parece irrefutable, cuando los escándalos de los abusos d muestran que la revolución sexual “democratizó” el acoso. Ya no era necesario que un hombre fuera poderoso para abusar impunemente de una mujer o asediarla de modo implacable. Bastaba un mundo donde las mujeres usaran anticonceptivos, es decir, el mundo que tenemos desde los años sesenta, el mundo que la Humanae vitae supo ver.

Ideología de género En el siglo XXI, el feminismo adopta una tercera modalidad más radical: la ideología de género. Su objetivo es la implantación de nuevos modelos de familia, educación y relaciones, donde lo masculino y lo femenino esté abierto a todas las opciones posibles; donde la subjetividad psicológica (“me siento hombre”, “me siento mujer”) prevalezca sobre la objetividad biológica. Shulamith Firestone, feminista radical y marxista, es muy explícita. En 1970 escribió: El objetivo final de la revolución feminista no sólo es eliminar el privilegio del varón, sino la distinción sexual (…). Solo entonces terminará la tiranía de la familia biológica y se permitirán todas las formas de sexualidad. Medio siglo más tarde, Martin Duberman, historiador y activista radical LGTB, nos recuerda que los objetivos originales de la ideología de género son destruir la familia, eliminar los juicios morales y crear una “nueva utopía en el ámbito de la transformación psicosexual, una revolución donde ‘hombre’ y ‘mujer’ se conviertan en diferencias obsoletas”. Una propuesta tan antinatural solo puede triunfar si la imponen las leyes, y esa es precisamente la misión de las leyes de género, que ya proliferan como hongos. La ideología de género da oxígeno a la izquierda marxista, que sustituye al proletario por la mujer, a la que declara en peligro constante, amenazada por el varón. La mejor estrategia de la ideología de género es la educación. Por eso entró de puntillas en los colegios públicos, sin hacer ruido, disfrazada de inclusividad y de iniciativas amables contra un acoso escolar casi inexistente. La máscara cayó al poco tiempo, cuando se denunció el lenguaje y el pensamiento “hetero-normativo”, alegando que todos los alumnos (incluidos los niños de preescolar) necesitan expresar su “auténtico” género. La escuela que adopta las políticas de inclusión y reorientación sexual –a menudo menudo prescindiendo de las protestas de los padres–, suele hacerlo por la amenaza de demandas judiciales, o por imposición normativa. Una vez adoptada, la agenda de género afecta a todos sus niños, no sólo a los “confundidos”.

Una escuela inclusiva exige que todos los niños aprendan una falsa antropología y unas ideas desestabilizadoras sobre la identidad. Exige la formación de todo el personal escolar en la nueva neolengua, desde los conductores de autobuses hasta el equipo directivo. Peor aún: los activistas justifican que se oculte todo esto a los padres, alegando que los niños no están seguros en casa cuando los padres (sobre todo los que son religiosos) se oponen a la ideología. Ese adoctrinamiento no permite la discrepancia, y mucho menos la enmienda a la totalidad. No se puede decir, como en el cuento de Andersen, que el rey va desnudo. Por eso abundan los centros escolares inundados de arcoiris, celebraciones del orgullo gay, espacios seguros, clubs de estudiantes homosexuales y heterosexuales, libros con historias transgénero… Pero lo cierto es que el rey está completamente desnudo, y que los ideólogos de género han inventado un problema donde no lo había. O, si se prefiere, han magnificado el problema de la inclusión de las minorías sexuales como si fuera el gran problema de la Humanidad, convirtiendo un grano de arena en un Himalaya. La educación sexual que impone el modelo LGTB presupone que cualquier niño puede ser trans o gay. Por esa razón, todos los niños saben que hay sexo anal, “mujeres” con pene y “varones” con vulva.

Algunas escuelas públicas permiten que los estudiantes transgénero transgénero utilicen baños, taquillas y habitaciones de lo que, hasta hace poco, era para ellos el sexo opuesto. Cada vez hay más chicos que se identifican como chicas y ganan competiciones deportivas. Todo esto puede resultar más o menos morboso y surrealista, pero no es la finalidad de la ideología de género. Su meta final es la utopía de Firestone y Duberman: pansexualidad, identidad fluida, tolerancia sexual sin restricciones y desaparición de los vínculos biológicos y de parentesco. No es difícil entender que ese tipo de libertad sexual provoca serios conflictos legales, morales y psicológicos. Pasar por alto el peso de la biología y afirmar que la sexualidad masculina y femenina es opcional, no determinada por la condición biológica del varón y la mujer, es chocar frontalmente contra la realidad y la naturaleza del ser humano.

Shakespeare, por boca del médico de Macbeth, lo expresa de forma insuperable: “Los actos contra la naturaleza engendran disturbios contra la naturaleza”. Sin embargo, es propio de toda ideología negar la evidencia, y la de género no duda en rechazar el carácter patológico o anómalo de cuadros clínicos considerados como tales por los especialistas. Así, la disforia de género (creer o desear pertenecer al sexo opuesto) fue tratada con terapia psicológica –igual que la anorexia– hasta que la ideología tomó por asalto los medios de comunicación, los programas educativos, las leyes y los protocolos terapéuticos. De ahí la enorme importancia de mostrar las consecuencias reales: niños convertidos en personas estériles debido a cócteles hormonales; jóvenes con cuerpos mutilados; ciudadanos libres que ya no son libres de decir lo que piensan…

A políticos y legisladores también conviene recordarles que los ciudadanos, además de orientación sexual, tienen orientaciones políticas, musicales, deportivas, religiosas, gastronómicas… El Estado está obligado a respetarlas, sin imponer como verdadera ninguna en particular, sin privilegiar una en los planes de educación. Si lo hace, si dicta a los ciudadanos lo que deben hacer o pensar, incurre en un inadmisible abuso de poder. Respetar a un budista, a un musulmán o a un cristiano no significa creer que sus doctrinas son verdaderas, y ese respeto es compatible con no sentir aprecio por ellas.

Cualquiera sabe que respetar no significa aplaudir. Por eso, cuando el colectivo LGTB exige ferviente adhesión a su postura, atenta contra una libertad básica –la libertad de pensamiento– y pide un trato de privilegio incompatible con la democracia. En democracia no solo existe el derecho a discrepar, sino que el ejercicio de la discrepancia protege la libertad de todos. En las sociedades libres nadie está obligado a considerar correcta cada una de las opciones vitales de los demás, y todo el mundo puede pensar que hay formas de conducta positivas y negativas, morales e inmorales, inofensivas y peligrosas. Por lo mismo, cualquiera está en su derecho de procurar, por las vías legales, que las formas de vida que considera inmorales no se expliquen en la escuela a sus hijos, y que tampoco se “visibilicen” en la calle por imperativo legal y con dinero del contribuyente. Lejos de formar parte de los derechos humanos, la imposición pública de una opción sexual va contra ellos. Por si fuera poco, las leyes que privilegian al colectivo LGTB suelen dedicar un último capítulo a las sanciones por homofobia, lesbofobia, bifobia y transfobia.

¿Qué interés mueve al legislador que confunde la discrepancia con el odio? Esa injustificada equiparación inventa una realidad que no existe, imagina homófobos a la vuelta de cada esquina, y eso sí parece irresponsable incitación al odio y manipulación. Nadie duda que la discriminación sexual debe estar perseguida y penalizada por la ley. Pero los colectivos LGTB piden leyes específicas contra esa discriminación concreta. Ante semejante pretensión, es oportuno preguntarse si debe haber leyes particulares para cada tipo de discriminación, cuando ya existe una ley general que abarca todos los supuestos. Si se responde afirmativamente, además de promulgar leyes innecesarias, el legislador se enfrenta a la imposibilidad de contemplar todas las posibles formas de discriminación, y entonces la propia legislación se convierte en discriminatoria.No se puede decir que la violencia de género sea un grano de arena. Pero las leyes para combatirla pueden ser profundamente discriminatorias e inconstitucionales cuando –negando la presunción de inocencia y la igualdad– castigan más al delincuente si es varón.

Otro de los “disturbios contra la naturaleza” del feminismo ideológico es lo que hoy se denomina suicidio demográfico. Simone de Beauvoir, Gramsci y Marcuse creyeron que destruyendo la “familia tradicional” allanarían el camino al socialismo comunista, pues para ellos la “familia burguesa” era –junto a la propiedad privada– la institución fundamental de la odiosa sociedad capitalista. Sin embargo, minada la familia, no llegó el esperado comunismo, sino algo muy diferente: una sociedad hedonista, de gente obsesionada. obsesionada por apurar la vida al máximo, cada vez menos dispuesta a tener hijos y formar familias estables. Para concluir , aqui dos artículos de los que he venido hace tiempo escribiendo sobre este tema.

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