DESEOS EN LA VIDA DE IGNACIO DE LOYOLA

Tres deseos o tal vez, categorías de deseos- iniciaron orientaciones mayores en la vida de Ignacio y proporcionaron piedras de toque vocacionales, a las que referiría una y otra vez. El 1° aparece en las primeras páginas de la “Autobiografía”, bajo la forma de deseos «santos», que trastocaron su deseo mundano de conquistar fama y honores. De distintas maneras se refería a ellos como: «el deseo de imitar a los santos», «un muy grande deseo de servir a Nuestro Señor», y «grandes deseos de servir (a Cristo) por todos medios posibles» .En otra parte, Ignacio llamaba a estos impulsos generales: «deseo de perfección». En grados distintos esperaba Ignacio hallar este deseo caballero; es el deseo de los que «siguen luchando seriamente perfección mayor en el servicio de Dios Nuestro Señor» . Hoy podríamos decir que ésta es una experiencia de desear vivir más plenamente en la gracia de Dios, sin referencia especial a algunos medios particulares.

Muchos otros deseos de la primera parte de su vida no eran sino modos de convertir en acción el deseo de perfección; por ej., su deseo de hacerse Cartujo, y también su deseo de realizar grandes penitencias. Aun en la madurez de sus años posteriores, todavía los consideraba como la respuesta natural de un alma generosa, aunque imprudente . Mucho más importante fue su deseo de ir a Jerusalén; deseo realizado sólo en parte y que simbolizaba su hondo afecto por la persona de Cristo, y que lo marcó siempre como «el peregrino».

El 2° deseo clave en la vida de Ignacio fue su anhelo genuino de poder compartir la pobreza, los insultos y las humillaciones de Cristo, «que primero fue tenido por tal». En 1545 le escribía Ignacio a Juan III de Portugal sobre las escaramuzas que había tenido con la Inquisición, durante sus años de estudiante. Aunque proclamaba su inocencia respecto de dichos cargos, declaraba que jamás nada lo haría lamentar el sufrimiento que había entonces padecido por Cristo. Este tan duradero deseo, que llamaba «tercer grado de humildad», se remonta probablemente a un tiempo muy cercano a su conversión. Bien puede haber estado presente, en forma rudimentaria, antes de su arribo a Manresa; pero había ciertamente madurado hasta hacerse una reflexión consciente allá por el tiempo de su partida de Jerusalén.

Ignacio se daba cuenta que no todos los buenos cristianos compartían este deseo, y era comprensivo con las debilidades humanas . En su propia vida, sin embargo, este deseo particular representaba, no sólo un muy cercano asimilarse a la vida de Cristo, sino también la fuente de su gran libertad y coraje. Era difícil atemorizar a un hombre que tan rápidamente podía convertir sus temores naturales en fuentes de identificación con la persona que amaba. Más elocuentes que las palabras son las acciones, pero tratándose de un hombre que arriesgaba su vida a fin de observar en qué dirección se orientaba la huella del pie de Cristo, y que caminaba a través de zonas de guerra no rindiendo los respetos debidos a los capitanes militares , hacemos bien al creerle cuando escribe: «Es mi deseo tener tanto o aún más que sufrir en el futuro por la mayor gloria de Su Divina Majestad».

Finalmente, Ignacio deseaba ayudar a las almas. Nadal colocaba el origen de este deseo en los tiempos de Manresa, específicamente cuando Ignacio hacía las meditaciones que hoy día asociamos con la Segunda Semana de los Ejercicios Espirituales. En todo caso, este deseo tardó más en madurar. Tal vez llegó a concretarse como una orientación completa respecto de su vida, solamente cuando Ignacio decidió no entrar a un monasterio corrompido, eligiendo en cambio ir a París. Pero, cuando quiera que haya madurado, llegó a ser el deseo predominante en la vida de Ignacio. En 1536 le escribía a Teresa Rejadell: «Hace ya muchos años que Su Divina Majestad…. me dio el deseo de entusiasmar en todo cuanto pueda aquellos hombres y mujeres que caminan por la vía de Su Voluntad». Una carta a sus compatriotas de Azpeitia cuenta cómo sus deseos de ayudar a las almas lo habían llevado, hacía cinco años, de París a aquella ciudad. Confiando ahora en Roma, pero siempre anhelando el bien de ellos, añadía: «Se me ha ocurrido ahora que mi ausencia es inevitable». También podríamos recordar aquí la carta a Jacqueline de Croy «(Dios) sabe qué deseos de la salvación y el perfeccionamiento de las almas El me ha dado».

Acercándose el fin de su vida, y con la salud quebrantada, el doctor le había ordenado que evitara pensamientos depresivos. E Ignacio repuso que sólo se entristecía si el papa hubiera de abolir la Compañía; pero añadió en seguida que, aun si esto ocurriera: «creo que si me recogiera a orar por un cuarto de hora, volvería a estar feliz y aún más que antes».

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