¡Felices los que creen sin haber visto!

Domingo 2º de Pascua – Ciclo C (Juan 20, 19-31)

La frase de Jesús a Tomás que he escogido para mi comentario al evangelio de este segundo domingo de Pascua es la segunda de las bienaventuranzas del evangelio de Juan. La primera de ellas aparece en el capítulo 13, en el contexto del lavatorio de los pies de Jesús a sus apóstoles: “… vosotros debéis lavaros los pies unos a otros… dichosos vosotros si lo ponéis en práctica” (Jn 13, 17). La que aparece en la escena de hoy es la segunda: “dichosos los que crean sin haber visto”.

Es una frase dirigida no al “incrédulo” Tomás, que ya ha hecho su confesión de fe después que Jesús le haya invitado a tocar sus llagas. Sin llegar a tocarlas, Tomás, al escuchar la invitación de Jesús, ya ha hecho una rotunda confesión de fe: “¡Señor mío y Dios mío!”. La bienaventuranza de Jesús se dirige, pues, a las comunidades a las que el evangelista destina su evangelio y también a todas las generaciones posteriores y a nosotros mismos que somos invitados a creer sin haber tenido la experiencia visible de Jesús. ¿Cómo es posible creer sin haber visto? La fe, lo decimos una vez más, es un don, una gracia; pero el evangelio, y concretamente el texto de hoy, nos sugiere unos caminos que nos disponen a recibir esa gracia.

El primero de ellos es la comunidad eclesial. Nuestra fe es, en todos los sentidos de la palabra, la fe de la Iglesia. Es un dato que aparece bien claro en todos los evangelios pascuales: la vinculación entre las experiencias del Resucitado y la vivencia de comunidad. Centrándonos en la escena de este domingo, Jesús no se aparece a Tomás en solitario, sino que el diálogo con Tomás se da en el seno de la comunidad; primero les saluda a todos y luego habla con Tomás.

El segundo camino para el encuentro con el Resucitado, centro de nuestra vivencia de fe, es humanamente sorprendente pero bien cierto evangélicamente: “trae tu dedo, aquí tienes mis manos; trae tu mano y métela en mi costado”. Unas manos llagadas por los clavos de la cruz y un costado abierto de una lanzada. Implicarnos en las llagas y cruces de este mundo, comprometernos con los crucificados y víctimas de injusticias es lugar de encuentro con el Resucitado. Nuestra propia experiencia personal cuando lo hemos hecho y la experiencia de miles de personas a lo largo de la historia lo ratifican.

San Ignacio dice en los Ejercicios que quien tuvo la primera experiencia del Resucitado fue su madre, María, la que le acompañó también al pie de la cruz. Es en el seguimiento cercano de Jesús, seguimiento que muchas veces pasa por compartir su cruz y todos los días pasa por entregar nuestra vida a Dios en el servicio a nuestros hermanos, en el que experimentamos la cercanía de ese Jesús que vive y nos acompaña en el camino de la vida.

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