La madre

¡Qué linda es ella! No, ella es más que eso. Ella es como la vida con su brillo tierno de aurora. Ustedes no la conocen. Nunca vieron un solo de sus retratos, sin embargo la evidencia es ésta, evidencia de su belleza, luz en sus hombros cuando ella se inclina encima de la cuna, cuando se dirige para escuchar respirar al pequeño Francisco de Asís —no se llama Francisco todavía y no pasa de ser un poquito de carne rosada y arrugada, un hombrecito con más carencias que un gatito o una matita. Ella es linda en la medida de este cansancio que ella supera cada vez que se dirige hacia la habitación del niño. Todas las madres tienen una gracia tal que Dios mismo se pone celoso —él, el solitario debajo de su árbol de eternidad. Sí, ustedes no se la pueden imaginar de otra manera que arropada por este vestido de su amor. La belleza de las madres va infinitamente más allá de la gloria de la naturaleza. Una belleza que no se puede imaginar, la única que ustedes pueden imaginar para esta mujer atenta a los movimientos del niño. De la belleza Cristo nunca habla. Y, sin embargo, él no hace más que frecuentarla con su verdadero nombre: el amor. La belleza viene del amor como el día del sol, como el sol viene de Dios, como Dios viene de una mujer agotada por el alumbramiento. Los padres van a la guerra, van a la oficina, firman contratos. Los padres tienen la sociedad bajo su responsabilidad. Es su negocio, su gran negocio. Un padre es alguien que representa a otra cosa que a sí mismo delante del hijo, y cree en lo que representa: la ley, la razón, la experiencia, la sociedad. Una madre no representa nada delante del hijo. No está frente al él, sino alrededor, dentro, fuera, en todas partes. Ella mantiene al niño erguido en sus brazos y lo presenta a la vida eterna. Las madres tienen a Dios bajo su responsabilidad. Es su pasión, su única ocupación, su perdida y su consagración a la vez. Ser padre es jugar un rol de padre. Ser madre es un misterio absoluto, un misterio que no se puede descomponer, un absoluto que no depende de nada, una tarea imposible y sin embargo cumplida, inclusive por las malas madres. Hasta las malas madres están en esta proximidad del absoluto, en esa familiaridad con Dios que los padres nunca conocerán, perdidos como están en su deseo de ocupar a cabalidad su puesto, de mantener su rango. Las madres no tienen rango ni sitio. Ellas nacen al mismo tiempo que sus hijos. Ellas no están más adelantadas que sus hijos, a diferencia de los padres que siempre tienen el adelanto de una experiencia, de una comedia frecuentemente interpretada en la sociedad. Las madres crecen en la vida, al mismo tiempo que su hijo y, como el hijo ya es desde su nacimiento el igual a Dios, las madres, ya de una vez, están en el santo de los santos, colmadas de todo, e ignorantes de todo lo que las colma. Y si toda belleza pura procede del amor; ­­ ¿de dónde viene el amo­­r?; ¿qué materia es su materia?; ¿de qué naturaleza es su ‘sobrenaturaleza’? La belleza viene del amor. El amor viene de la atención. La atención sencilla a lo sencillo, humilde a los humildes, atención viva a todas las vidas, y desde ya a la vida del pequeño chiquitín en su cuna, incapaz de alimentarse, incapaz de todo, menos de lágrimas. Primer saber del recién nacido, única posesión del príncipe en su cuna: el don de los gemidos, el reclamo dirigido al amor distante, los gritos hacia la vida demasiado lejana —y es la madre que se levanta y contesta, es Dios que se despierta y llega, respondiendo siempre, atento siempre, a pesar del cansancio. Cansancio de los primeros días del mundo, cansancio de los primeros años de la infancia. De allí viene todo. Fuera de allí no hay nada. No hay mayor santidad que la de las madres agobiadas por los pañales que lavar, por la comida que recalentar, por el baño que dar. Los hombres mantienen el mundo. Las madres mantienen a Dios y, él, a su vez, mantiene el mundo y a los hombres. La futura santidad del pequeño Francisco de Asís, por ahora, sucio de leche y lágrimas, recibirá su verdadera dignidad de esta imitación del tesoro materno —extendiendo a los animales, a los árboles y a todo ser vivo, lo que las madres desde siempre inventaron para el bien de un recién nacido. Por otra parte, no hay santos. Sólo existe la santidad. La alegría es la santidad. Ella es el origen de todo. La maternidad es lo que sostiene el origen de todo. La maternidad es el cansancio vencido, la muerte tragada, sin la cual no surgiría alegría ninguna. Decir de alguien que es santo, es simplemente decir que se reveló a través de su vida como un maravilloso conductor de alegría —como se dice de un metal que es buen conductor cuando deja pasar el calor sin perdida o casi, como se dice de una madre que es buena madre cuando ella deja que el cansancio la devore, sin limite o casi.    

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