Las palabras de mi boca…en torno al crimen del aborto

El Verbo se hizo carne. Dios estaba en Cristo. En esencia, para salvarnos Dios no vino con su gloria plena de Dios, sino más bien como hombre; como un bebé llorando en los brazos de su madre, requiriendo de alimento y de cuidados, y como un criminal condenado sobre una cruz. Escondió su gloria; se limitó a sí mismo. Siendo uno con Dios e igual a Dios, tomó la forma de un esclavo. Al hacerse como uno de nosotros, fue capaz de compartir nuestras tristezas, llevar nuestras cargas, expiar nuestros pecados y unirnos a Dios.

La libertad de vivir, y su expresión jurídica en el derecho a la vida, es un atributo inseparable de la persona humana que condiciona su existencia con el consecuente desenvolvimiento material y espiri- tual de los hombres.

La libertad de vivir, entendida en un sentido con- ceptual amplio, comprensivo tanto de los matices físicos y materiales como también de todos los aspectos y proyecciones de la personalidad espiritual del ser humano, constituye un bien funda- mental cuya valoración supera holgadamente a los restantes derechos y libertades, por la simple circunstancia de que ninguno de ellos puede ser considerado en forma separada de aquélla. La vida es el presupuesto condicionante de las restantes especies del género libertad.

“Acallemos los gritos de muerte”
“Que cesen los abortos”

Sin vida no hay libertad, ni posibilidad alguna de ejercer los derechos naturales que conforman la esencia de la personalidad, ni tampoco la amplia gama de potestades que, en su consecuencia, le reconoce al individuo la ley positiva. En realidad, sin vida no existe el ser humano, de modo que no resulta aventurado sostener que ella, más que un derecho, constituye una cualidad inseparable de la condición humana y presupuesto indispensable para su existencia. En el marco de una organización política global, basada sobre una idea dominante que determina el comportamiento de sus integrantes, el valor asignado a la vida no tiene la misma trascendencia en un sistema democrático constitucional que en uno autoritario o autocrático. En este último, el ser humano, con todos sus atributos, es simplemente un instrumento o medio puesto al servicio de un objetivo considerado superior. La vida carece de relevancia teleológica y está subordinada axiológicamente a las metas transpersonalistas del sistema.En cambio, en un sistema democrático constitucional el individuo constituye la causa, fundamento y fin de toda la organización política, cuya creación y subsistencia, con todas las técnicas y procedimientos implementados a tal fin, responden al propósito exclusivo de concretar la libertad y dignidad del ser humano.

La tipificación de la persona humana, con todas sus características, es impuesta por su material genético a partir del cigoto. Subsiste, evolucionando de manera natural, a medida que adquiere las formas del embrión, feto, niño, adolescente, adulto y anciano. De modo que, a partir de la fecundación del óvulo, existe un ser humano que merece la protección de la ley y, especialmente, de su derecho a la vida.

La libertad de vivir, con todas sus secuelas, es una libertad esencialmente natural. Por tal razón, el desarrollo de la civilización y la consolidación de los valores humanistas en el marco de la cultura social imperante el siglo XXI, impone el deber de respetar jurídicamente el funcionamiento de las leyes naturales que regulan el comportamiento individual y social de los hombres, ponderando los bienes involucrados y prescindiendo de todo preconcepto que puedan albergar algunos individuos y grupos sociales cuando su manifiesta irracionalidad se opone al desenvolvimiento de la dignidad humana en un marco de comprensión, tolerancia y libertad.

El auge del materialismo y la perversión de ciertos valores morales acarrean el menosprecio hacia la dignidad de las personas concebidas mediante la aceptación del aborto y explican la pasiva aceptación de ciertos experimentos que superan holgadamente la monstruosidad de aquellos que fueron perpetrados en los campos de concentración establecidos por el nazismo hasta 1945.

Muchas veces nos hemos preguntado por qué ciertos sectores de la sociedad reaccionan condenando el infanticidio; la muerte o abandono de un niño recién nacido, y por qué no se produce una reacción similar cuando el cercenamiento de la vida del niño se opera antes de su nacimiento. Quizás, una explicación resida en la visión materialista que se tiene de la vida humana. Aparentemente, se acepta que un niño recién nacido, que se mueve, llora, brinda calor y demanda amor, es una persona que debe ser protegida en su derecho a la vida. Pero, pocos meses, horas o minutos antes del nacimiento, no sería un ser humano por no expresar esas sensaciones de manera visible. Por ende no ten- dría asegurado un derecho a la vida. Conclusión irracional, carente de todo sustento jurídico y, por cierto, patológica. La defensa de los derechos humanos, sin excepciones y con similar esfuerzo, es exigible respecto de todos ellos y no solamente cuando presentan ciertas connotaciones políticas.

Animo a la comunidad católica, pero también a las instituciones civiles, especialmente al poder ejecutivo y a los legisladores, a que trabajen y redoblen los esfuerzos por el cuidado y el acompañamiento de la vida que está por nacer y por ofrecer a las mujeres embarazadas y a las familias, todos los medios necesarios para que la acogida de la vida sea una fiesta de gozo y de esperanza.

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